Tenía 18 años cuando la conocí. La vi a lo lejos cuando caminaba a la parroquia para dejar una solicitud que Carolina, mi hermana, había llenado para animarme a asistir a un EPJ (léase: Encuentro de promoción juvenil). Ella, pensaba que al ser un jovenzuelo en busca de respuestas podría allí, quizá, encontrar alguna. Aunque al final no encontré respuestas y con el tiempo me hice muchas más preguntas, es justo reconocer que tropecé con algo más preciado para mi.
Cuando iba por la Avenida, meditaba en si quería realmente ir a ese fin de semana del que mi hermana, me hablaba. En 1983, mis intereses estaban más cercanos a disfrutar de mi juventud que a buscar apartarme del mundo para reflexionar sobre mi vida. Fue luego de cruzar de una acera a otra que pude ver a lo lejos a esa chica, que caminaba como a unos cien metros de donde estaba yo. Debo ser honesto, llamó mi atención su pantalón blanco apretado, la camiseta de rayas azul, rojo y blanco que usaba, muy ceñida. Ella, apuraba el paso en unos zapatos rojos de taco alto que me recordaron a los de Minnie Mouse. Sus formas esbeltas y voluptuosas, me sorprendieron; sus innegables encantos me animaron a tratar de alcanzarla. Advertí entonces, que algunos autos detenían la velocidad para piropear su gallarda figura y por los gestos de sus manos, adiviné que algo les decía ella, con evidente fastidio. Aunque caminé aprisa, no la alcancé, ella dobló la esquina y la perdí de vista. Cuando llegué a ese punto, no encontré su rastro.
Seguí entonces mi ruta hacia la parroquia, a unas pocas calles de donde estaba. Al llegar, según las referencias, encontré una construcción atípica, distinta a la idea que tenía sobre una iglesia; parecía más una casa y pasaría inadvertida de no ser por el letrero del frontis: "Parroquia de Nuestra Señora de la Caridad". Curioso, entré, pregunté y luego dejé la solicitud para el retiro espiritual, con una señorita muy amable. En ese instante, escuché una voz que entonaba una canción. que nunca había escuchado. Pregunté, ¿Quién canta? y un señor muy serio, que parecía sacerdote, me dijo: "Es la misa, puedes entrar si deseas, acaba de empezar". La voz que escuchaba, llamó mi atención como el canto de las sirenas lo hicieron con los compañeros de Ulises, en su regreso a Ítaca. Era una voz de mujer, melodiosa, rítmica, potente, hermosa, subyugante. Para un joven acostumbrado a disfrutar de los amigos en una esquina, de la cerveza antes de una fiesta, asiduo a las peleas tontas del "porque me miró feo", una voz como aquella despertó mi curiosidad. Además, la letra de la canción que escuché con atención, me convenció de que debía entrar al templo; el mensaje que traía, cuestionó lo que pensaba hasta ese momento:
"Yo creo que hay un Dios
y le pregunto porque los niños,
se quedan sin pan
y siento que hay un Dios, que me responde
te di las manos y tus manos no les dan
Pregunto si hay amor entre los hombres
que luchan por su propia destrucción
y Dios, mirando un rifle me responde
A LAS ARMAS NO LES PUSE CORAZÓN"
(Después conocería que la canción se llama "Yo creo que hay un Dios y le pregunto" y que fue escrita por Augusto Polo Campos)
Siguiendo el impulso de mi curiosidad ingresé al templo, temeroso de ser incinerado en el acto pues hacía mucho tiempo que no entraba a uno. Debo decir que, en ese entonces, aceptaba la existencia del dios omnipresente al que se referían mi abuela y mi madre, continuamente, cuando decían "dios te va a castigar" cada vez que no les hacía caso. Creía pues en un dios severo, que castigaba con lepra y fuego a los pecadores, el que prometía proteger a sus fieles, pero había creado el infierno para los que no le seguían. El poderoso hacedor de todo, que se transformaba en un verdugo, si no vivían según sus mandamientos y no lo obedecían. El mismo dios que ordenó sacrificar al hijo de Abraham sólo para probar la lealtad de él y que más tarde, se mostraría débil, al no evitar su propia muerte.
Como sea, venciendo mis temores, entré al templo con cautela, siguiendo la voz que llenaba todo. No fui incinerado, por cierto, pero grande fue mi sorpresa cuando descubrí quién cantaba.
A un costado del sacerdote que oficiaba la ceremonia eucarística, estaba la misma chica de pantalón blanco, con camiseta como los colores de la bandera de Francia y los zapatos rojos de Minnie Mouse. Sin pensarlo, me senté en una banca a escucharla, fascinado con su voz y su presencia. Cuando terminó la canción cuya letra me cuestionó, muy profundamente, se sucedieron otras, en tono más religioso. La celebración se pasó volando. Desde mi ubicación, sólo tenía ojos para ella.
En realidad esa tarde para mí, dios sólo fue un pretexto.
Entonces, la misa llegó a su fin y la chica de la hermosa voz terminó de cantar, todos los presentes salieron, en silencio. Desde mi lugar, seguí observándola, sin salir. Ella, se quedó conversando con algunas chicas voluminosas y menos agraciadas, que la habían acompañado en los coros de las canciones. Después de unos minutos, se despidió de ellas y se dirigió a la salida, pasó por mi lado sin mirarme y no la vi más, mi corazón se hizo pequeño…
“Iré a ese retiro”, me dije, ya fuera de toda duda.
Pasados unos días, hice el EPJ -todo un fin de semana- en una casa de retiro alejada del bullicio de la ciudad. Esos días, cambiarían mi vida y la visión que tenía de Dios. Quien estaba más feliz era mi hermana Carolina, ya que pasábamos horas conversando sobre la experiencia y sonreía radiante cuando le decía: “Dios es amor” y la abrazaba. Ella, siempre preocupada por mi crecimiento personal, reía contenta, a carcajadas. Pasaron dos meses y me invitaron a un grupo juvenil que se reunía todos los domingos, lo que acepté jubiloso. Mis amigos del barrio y del colegio, se preguntaban, qué me había pasado.
Una tarde de domingo, luego de una reunión, bajamos como era costumbre a misa dominical y allí estaba ella, cantando en el coro junto a otras chicas, pero su voz y presencia destacaban. Esa tarde, no escuché al sacerdote, no escuché la homilía y nada de lo que sucedía a mi alrededor…cuando pasó por mi lado la saludé y ella me contestó con una gran sonrisa. En ese instante, me sentí como el jorobado Hefesto ante la presencia de Afrodita, lo demás, es otra historia.
Así fue como conocí a Jeannette Risso Voysest, a quien sus amigos llaman cariñosamente “La diva”, y quien sería después, mi enamorada, luego mi esposa y madre de mi único hijo, Mauricio.
Contar cómo nos enamoramos, o cómo la conquisté, merecería un capítulo aparte. Narrar nuestra vida matrimonial y nuestra posterior separación, sería una historia de la que muchos tienen diferentes versiones y no pretendo cambiar ninguna de ellas.
Lo cierto es que, después de doce años de vida matrimonial, un día cometí el tremendo error de no ser un hombre honesto, un esposo responsable y un buen padre. De pronto, causé daño, mucho dolor y una gran decepción a mi familia, engañando a personas inocentes y a mí mismo. Nada puedo decir a mi favor, nada tengo para justificar mis actos y nada hay por reclamar ante lo evidente de mi proceder.
Esa historia sólo podría resumirse parafraseando una frase que escuché en una película hace tiempo “fuiste medido, pesado, evaluado y no diste la talla”. Nada más.
La vida siguió su curso, mi hijo creció, crucé el océano, regresé y seguí caminando hasta hoy. A través de todos los años que han transcurrido, Jeannette no ha dejado de ser mi amiga y aunque estoy seguro que no ha sido fácil para ella volver a confiar en mí, siempre me dio la oportunidad de no dejar de ser un padre para Mauricio, nuestro hijo. Cuando él le preguntaba por qué a pesar de mi falta, me permitía visitarlos, ella respondía: “Porque Dios es amor, es perdón y él es tu padre”.
Y en su día, Mauricio, siguiendo el ejemplo de su madre, también me perdonó.
Con el tiempo, me he convencido de que Dios es amor y es perdón, que existe y que está fuera de los conceptos que aprendí en mi etapa parroquial. Más allá de todas esas personas que dijeron ser amigos míos y sólo se mostraron como jueces de la fe, cuando fallé. Recuerdo una vez que regresaba a mi casa, después de ver a Mauricio. Eran los días en que estaba enfermo, muy delgado, demacrado y sin trabajo. Pasó un auto y reconocí a varias personas que iban adentro, eran antiguas amistades que alguna vez frecuentaron mi hogar. Ellos, me reconocieron, y voltearon su rostro. Luego, regresaron por la misma calle para verme, y así lo hicieron tres veces más, para constatar el estado en que me encontraba. En la última pasada, se rieron con burla, al parecer satisfechas de verme así. A muchos de esos buenos cristianos los veo ahora en misas virtuales o haciendo cadenas de oración en las redes. Siempre comprometidos con la “paz del mundo, predicando el amor entre los hombres y la fe verdadera a su manera”. No los juzgo, sólo no les creo.
La fe está por encima de todas esas personas que dicen ser amigos y luego condenan como los fariseos condenaron a Jesús. Lo hicieron conmigo y con otros amigos, nos dieron la espalda. Por eso no creo en el dios de los hombres que se dicen católicos, me doy cuenta de que ellos, han convertido a la iglesia de Dios en una fábrica de dogmas y preceptos que nadie debe cuestionar, son los hombres como ellos, los que la han transformado en una iglesia que ha subastado indulgencias a través de los siglos, convirtiendo la doctrina de amor en una mentira donde todo huele a incienso, donde la manipulación apesta a palo santo y se enseña que sin donación no hay salvación, es por eso que en las misas primero pasan la limosna… y después dan la comunión.
Hoy ya no creo en ese dios fabricado y manipulado por hombres, para encajar en la medida y conveniencia de quienes lo predican, adecuado a los intereses de quienes utilizan su nombre para beneficio propio, los he visto y conozco a muchos de ellos. Dejé de creer en el dios de los sahumerios y procesiones, de los “por mi culpa, por mi culpa y gran culpa”, de los interminables rosarios y buenos deseos, que adormecen la conciencia de quienes conocen sus propias manías.
Creo en el Dios que Jeannette predica y testimonia con sus actos. Creo en el Dios en el que ella cree, ese que bendice cada día a la familia que hemos formado con mi hijo, a pesar de todo. Creo en el Dios de la amistad que mantengo con ella, a través de los años.
Creo en el Dios que perdona al pecador, al hombre arrepentido.
Jeannette y mi hijo me perdonaron, y sólo eso cuenta.
El dios de los que condenan y alejan, imagino que sigue clavado aún en alguna pared oscura, esperando por los que hasta hoy, me siguen juzgando y tratando como un pecador que no merece una oportunidad, sin importarles que Jeannette y Mauricio me reciben con afecto y cariño, como familia. En realidad, poco importa lo que esas personas opinen o hagan, ellos serán siempre “los Inmaculados” con reserva especial a la derecha de dios. Ellos ya están “salvados” ¡Aleluya!
Jeannette a mis ojos, es modelo de confianza y fe, de palabra cierta; ella es el ejemplo real de lo que significa perdonar y tener caridad con actos de bondad y una sonrisa que todo ilumina. Ella, me ha recibido cuando a veces necesitaba sólo de una palabra amiga y mucha solidaridad, me escuchó cuando otras puertas se cerraban. Jeannette, mi amiga, estuvo allí extendiendo su mano siempre otorgándome la posibilidad de mejorar, a pesar del dolor que le cause. Ese gesto la ennoblece totalmente.
La vida se llevó a mi padrino Andrés, a mi hermana Carolina, a mi padre pero me dejó la presencia de Jeannette, una mujer a la que no supe valorar en su real trascendencia en mi vida. Gracias a ella, a nuestras conversaciones, al amor que ambos guardamos por nuestro hijo, puedo decir que comprendo lo que significa saberse perdonado y acogido.
Ella es como su Dios y yo creo en el Dios que ella predica.
Pues una tarde a la luz de mi experiencia y motivado por los consejos de Jeannette, pude perdonar mis propios actos y encontrar paz en ello.
Cada día es una aventura nueva para mí, cada mañana cuando agradezco por la vida, le sumo un agradecimiento especial por ella. Su perdón y amistad me salvó del vacío que construí a mi alrededor cuando me vi solo en esta ciudad, que no entiendo. Su presencia, su afecto, su respeto, su forma de mirarme directo a los ojos para decirme “eres el padre de mi hijo, mi amigo, Dios no te quiere quieto, sigue caminando”, me ayudó mucho a no perder la cordura en medio del dolor. Su amistad y cariño, me hacen una mejor persona.
Mañana será su cumpleaños.
Hoy, querida Jeannette, te deseo lo mejor.
¡Felicidades! Espero te mantengas siempre bella, inteligente, valiente, encantadora y seas siempre la gran amiga que no merezco, pero que cuento como una de mis mayores fortunas. En la parroquia no encontré respuestas, pero me encontré contigo.
Eres el gran tesoro que la vida me trajo.
Gracias por el hijo que me regalaste, que siempre será el vínculo que nos una.
Gracias por tu caridad, por tu misericordia.
Gracias por tu amistad.
Gracias por salvarme.
Espero tengas un hermoso 27 de Octubre.
Feliz cumpleaños. Que Dios te bendiga.