Un buen día ella decidió tener su hijo. Aunque tenía ya cinco años de casada no había concebido hasta ese momento. No porque no pudiera, sino porque él no quería.
- Nada de hijos, el dinero no me alcanza, gano poco y no deseo nada por ahora – dijo tajante el esposo, mirándola con fastidio y arrogancia.
- ¿y cuando seré madre? – preguntó ella con escondida indignación.
- ¿Cuándo…?- contestó pensando que decir –…cuando pueda juntar un dinero y tengamos nuestra casa… - agregó sin convicción.
La mujer calló. Había aprendido que era mejor guardar silencio, reprimir las palabras, fingir tranquilidad y tomar sus decisiones sin que nadie las condicione. Esa escena había acaecido ya hace mucho tiempo.
Era viernes, ella sabía que aquella noche, como todos los viernes, él llegaría borracho y la buscaría. Hacía ya una semana que había dejado de tomar la píldora y sabía que tarde o temprano quedaría embarazada.
Descansaba en su habitación mirando la televisión, en realidad solo veía imágenes, su suegra ya dormía en su habitación y sus cuñadas se habían ido a la fiesta del primo Juan. El esposo entró a la casa haciendo ruido, casi cayéndose de lo borracho que estaba. Ella sabía por los pasos en donde se encontraba y cuando éste subiría las escaleras. Apagó el televisor y cerró los ojos, acomodándose en la cama matrimonial. Aún le quería, no como cuando se casó, pero en el altar aceptó quererlo y respetarlo en lo bueno y en lo malo, en la bonanza y la adversidad. Sus creencias religiosas le decían que ella debía ser madre para engrandecer el reino de Dios. No podía separarse o divorciarse, eso era malo. Además su mamá desde pequeña le había infundido que una mujer de bien debía ser madre y para ello había nacido mujer, y ella quería sentirse una mujer completa, quería criar a un hijo suyo, sentirlo crecer dentro de sí, darle todo el amor que sabía ella guardaba. Pues para eso, insistía para sí, le habían enseñado desde niña lo que tenía que hacer para ser una buena madre…
Pero le repugnaba que su esposo la buscara en ese estado, eso era lo único difícil, pero quería ser madre y ese deseo le animaba a tolerar todo eso. Creía todavía que las cosas se arreglarían si tenían un hijo.
El hombre entró a la habitación, encendió la luz sin importarle si ella dormía y la miró con deseo. Se quitó la camisa, en su rostro se dibujaba una libidinosa sonrisa, se acercó a su esposa y sacando de su bolsillo un pequeño paquete, le dijo con ironía:
- Hoy amor nos cuidamos con un “ponchito” – dijo mostrando el preservativo – crees que no me he dado cuenta que no tomas las pastillas hace días….
Ella sorprendida apretó los dientes para no decir nada.
- Te he dicho que no quiero hijos – dijo con su apestoso aliento a alcohol, mientras se echaba torpemente sobre la mujer y le separaba las piernas.
- Será como yo digo… - agregó mientras entraba en ella con tosquedad.
La esposa solo lloraba en silencio y le dejaba hacer sintiéndose humillada, ultrajada. En su corazón todo el cariño que guardaba por aquel hombre mezquino, se convertía en decepción, en resentimiento…
Cuando él terminó. Se deslizó en la cama dándole la espalda a la pobre mujer que quieta lloraba en la oscuridad, ella le miraba con rabia e indignación. La crispación de sus manos, el dolor que sentía en ellas por la fuerza con que apretaba los puños, le hicieron reaccionar y relajarse…sé quedó pensando lo que acababa de decidir…por la madrugada se durmió segura de lo que haría.
Al día siguiente colocó las aspirinas en la cajita de las pastillas anticonceptivas….
Pasado un tiempo, el hombre llegó a casa como todos los días a las seis de la tarde. Era viernes y como todos los viernes se encontraría con sus amigos para celebrar el fin de la semana de trabajo. Saludó a su madre, a sus hermanas que estaban en la cocina. Ellas le miraron y se dejaron saludar en silencio, mirándose a hurtadillas, nerviosas. El esposo subió rápidamente a su habitación de soltero, ahora convertida en habitación matrimonial. Le llamó la atención no encontrar a su esposa, sin embargo era más la prisa que llevaba, le tocaba llevar el ron y no quería llegar tarde.
Se bañó rápidamente, salió desnudo y se dirigió al closet, al abrirlo su sorpresa fue mayúscula. Estaba medio vacío, no estaba la ropa de ella, tampoco la maleta negra que ella trajo. Rebuscó todos los cajones, la mesa de noche y no encontró nada. Bajó a la cocina dibujando en su rostro la desesperación que le dominaba, su madre le dijo que lo habían abandonado. No podía creerlo, las mujeres le miraban, solo su hermana mayor le dijo,“por ser un perro machista”. No contestó, las lágrimas y el llanto se lo impidieron. Acariciándole el rostro su madre le dijo, “hijito se fuerte, yo te cuidaré”….ignorando las miradas de reproche de sus hijas.
La esposa, la mujer humillada se había ido. Ella había tomado la decisión cuando sintió en su vientre a su niño moverse. Había roto con sus creencias, con su educación, con su pasado.
- Mi hijo no tendrá un padre machista y miserable…yo seré su madre y su padre – dijo mirando desde la ventana la larga carretera que parecía no tener fin.
Y sonrió acariciando su abdomen, se sentía libre y feliz.
Y vaya que fue feliz con su niño…lejos de ese hombre.