domingo, 18 de julio de 2021

Flores de abril

 


Escondidos entre unos árboles estábamos los dos. Ella me miraba intrigada, con esos grandes ojos pardos que me ponían nervioso, me encantaba su larga cabellera negra que hacía que se parezca a Pocahontas. El vestido rosa, que se ponía los domingos para ir a la misa de las 11.00 am, hacía que la imaginara como un ángel. Amparo se llamaba la niña que inquietaba mi corazón a los 9 años, por eso le pedí que me acompañara a ese lugar. Ella impaciente por mi prolongado silencio, me preguntó,


-   ¿Qué quieres, por qué me traes aquí?

-   Es que quiero decirte algo, y no sé cómo - dije nervioso.

-   Ay, me quiero ir, dímelo rápido - dijo ella.

-   ¿Quieres ser mi chica? - dije casi susurrando, escondiendo el rostro con    la mirada hacia abajo.

-  No te entiendo, habla fuerte y mírame por favor - Amparo parecía una   niña mayor, cuando hablaba así.

-   ¿Que si quieres ser mi chica? - le dije por fin, mientras mi cuerpo temblaba y me turbaba la emoción.

-   Voy a misa - dijo sin responder mi pregunta, entonces giró y empezó a caminar.

-  ¡Amparo responde! - grité agónicamente sin poder moverme de la   vergüenza.

-     Cuando salga de misa - gritó y siguió caminando.

Durante la misa, no dejaba de mirarla, mi corazón latía a prisa. Sudaba como si estuviera jugando fulbito en la calle entre los autos. Pero esta vez estaba perdiendo por goleada, yo esperaba que ella me mirara, pero no lo hizo, yo sufría y rezaba. Por esos días en casa no comía normalmente, mi hermana decía que me escuchó decir su nombre mientras dormía, mi tío dijo algo de un hombre llamado Platón que hablaba sobre ideas y demás cosas que no entendía en esos momentos. Mi madre censuraba todo y decía “solo eres mi niño”. 

Así recuerdo que fue la primera vez que olvidé los juguetes, los amigos, la pelota, mi familia y me enamoré de una niña que me dijo esa mañana que sí y por la tarde me dijo que no. Es decir, ella aceptó ser mi enamorada al mediodía y a las cuatro horas me partió el corazón diciendo que yo era feo y que no le gustaba, que dolor al escucharla. Regresé caminando con la mirada perdida, entré a casa y no dije nada, lloré hasta tarde. 

A esa edad la tristeza siempre es efímera y volátil, rápido olvidé la decepción y el rechazo que había sufrido. Aunque debo reconocer que también ayudó la paliza que me dieron sus tres hermanos mayores por haber osado robarle un beso a su hermanita. De ellos me encargaría después. Cuando crecí y los volví a encontrar.

Pasó el tiempo, acabó el verano y mi madre me matriculó en un colegio mixto cercano a la casa, hice amigos y la vida cambió para mí. Mi tiempo se dividía entre las clases y las tareas escolares, Para salir los fines de semana a jugar tenía que limpiar los sábados las ventanas de la cocina, limpiar mi cuarto, acompañar a mi madre al mercado, luego comer el pescado frito sabatino, que no me gustaba. Cuando salía a la calle por fin daba rienda suelta a las energías que acumulaba durante días.

Por esos tiempos mi papá puso en mis manos un libro vetado para mí edad, "Papillon" de Henry Charriere, en esas páginas aprendí que había un país llamado Francia y que era el mismo de la línea Maginot de la que mi abuelo hablaba, que había una isla llamada “Del Diablo” y un hombre que buscaba libertad,  mi mamá intentó vetar el capítulo en donde Papillon conoció a dos indias guajiras, y cuando en un desayuno le conté donde escondían su dinero los presidiarios, se escandalizó y miró furiosa a mi padre y a mi tío que se reían a carcajadas.  Comencé a interesarme por la lectura ya que descubría historias, conocía lugares que no imaginaba hasta ese entonces, leí los libros que teníamos en la biblioteca de nuestra casa. Conocí la historia de Otelo y Desdemona, de Marco Antonio y Cleopatra, de Odiseo y Penélope, de Cupido y Psique. En mi fantasía quería encontrar a mi heroína caminando por las calles de Pueblo Libre. Cuanto más leía, más eran los sueños de una compañera de aventuras. Cuando me enteré que D´Artagnan perdió a Constance, el vacío duró semanas. Leer la poesía que Cyrano de Bergerac recitaba para Roxanne, me transportó al irreal mundo del romanticismo. Ver la película de José Ferrer en blanco y negro y su actuación de Cyrano, me llevó a  creer que los sueños se pueden hacer realidad, yo lo había leído antes y ahora lo veía en tv. 

Durante el día era un niño que iba al colegio, durante las noches después de las tareas, leía y soñaba. Claro que no podía contar eso a mis amigos, pues un día por alguna razón tuve una pelea con un compañero y me gané la fama de ser duro y peleador. Aparecer luego y contar historias románticas y de amor, no era bien visto. La única vez que lo intenté fue en la cima de la huaca Mateo Salado, desde allí contemplando el horizonte rojizo del atardecer comencé a contarles la historia de Ollantay y Cusi Coyllur. Me miraron de forma extraña, “¿oye qué tienes? no seas cojudo” me dijo “El Perro” y uno por uno fueron bajando por la pendiente en sus bicicletas. Esa tarde comprendí que debía de callar y guardar mi romántica ilusión por el amor y los libros.



Para mediados del año ya éramos una gavilla de muchachos revoltosos que pasaban muchas horas juntos dentro y fuera del colegio. Con los muchachos era fácil ser amigo y adaptarme. Volví a pelear, a pesar del temblor en mis piernas y el miedo que sentía, pero mi fama de defensor de mis amigos, se acentuó. Creo que en esos días había encontrado la historia del Hidalgo Cid Campeador y sus espadas Tizona y Colada y lo leí en dos noches, mi sentido de la justicia y la lealtad se comenzaba a formar de manera idealista. Mis problemas empezaban cuando alguna de las chicas del aula me hablaba en el colegio, no sabía qué decir o qué hacer, recordaba inmediatamente las palabras de la linda Amparo, eres feo.  Y los pensamientos huían de mi mente y contestaba alguna incoherencia, que nadie entendía.  Era tímido con las chicas, lo que se conocía como un “chuncho”.

Si me gané la fama de peleador, también la de ponerme nervioso cuando una de las chicas me hablaba. Cuando me cruzaba con ellas por alguna calle o las encontraba en el mercado, siempre miraba fijo un punto delante mío, sudaba y apuraba el paso. Me llamaban, pero no contestaba. Uno de mis amigos me dijo un día, “las mujeres creen que eres sobrado y malcriado, claro, aparte de feo” lo que provocó la risa de todos. No lo recuerdo, pero lo más probable es que le haya dado un golpe.

Acabó el año, pasaron las navidades, el verano y volvimos al colegio. Con la ilusión de siempre, creo. Pero no sabía que todo sería diferente.

Ese año tuvimos una compañera nueva y nos revolucionó. Todos fuimos contagiados de una fiebre colectiva que nos mantuvo pendientes de ella por mucho tiempo. Ahora que lo pienso, era gracioso ver los cambios que generó en nosotros. De pronto, el que era el punto de las bromas por su mal olor, comenzó a llegar oliendo a colonia. El vago y siempre cansado, se transformó en alumno aplicado y era quien aportaba en las clases. El tardón llegaba temprano, el gordo se puso a dieta, el flaco desgarbado comenzó a caminar erguido y yo el peleón se calmó. De alguna manera tratamos de llamar su atención. Las conversaciones giraban en torno a ella, ¿de dónde viene? ¿Dónde vive? ¿Qué le gusta? ¿Es flaquita? ¿Su sonrisa es linda? y un sin fin de interrogantes que nos mantuvieron expectantes durante meses. Obviamente considerando que yo era el tipo rudo dije, “no me gusta, tiene piernas flacas”. Pero no dejaba de seguir al grupo y participar de todo.

Nuestras excursiones en bicicletas se acabaron. Por horas nos reuníamos en la esquina de su casa (que uno averiguó, cuando la siguió), esperando para verla por unos segundos en la ventana. Era gracioso ver a ese grupo de borregos afiebrados saltar y alborotarse cuando ella pasaba de una ventana a otra. Corrimos como locos cuando la vimos salir a comprar a la panadería para que no nos viera. Observar desde la esquina a hurtadillas su paso, fue algo que hicimos por meses.

Con el tiempo los más osados o frescos rompieron las barreras y se acercaron a conversar con las chicas y con las semanas ya hacíamos grupo con ellas. Pero yo seguía siendo el tímido de siempre, el alborotador y rebelde que se enfriaba cuando ella, la chica nueva, o cualquiera de ellas, ahora mis amigas, se dirigían a mí. La fiebre que despertó su llegada se fue calmando en algunos, desapareció en otros, pero en mi no. En silencio la seguía observando.

A veces regresaba solo a la esquina a verla pasar, y miraba esa ventana que sospechábamos era su cuarto, o caminaba más, para ir a comprar a la tienda que estaba cerca de su casa, con la esperanza de encontrarla. Una vez sucedió que, al entrar a la tienda, ella salía en ese momento. Me sonrió con su gran sonrisa y yo me turbé nervioso, moví la cabeza, hice un gesto con la boca intentando sonreír y bajé la mirada. Luego me quedé parado observando su caminar, imaginando a la heroína, a la musa, que había encontrado en las páginas de los libros. Para mí, un púber de 12 años, ella no tenía defectos. Pero no era capaz de decirlo. Así que seguí leyendo en casa y soñando a solas, cuidando de que mi imagen de duro no se perdiera. A los puños arreglaba cualquier diferencia y luego dejaba salir el miedo a escondidas.  

La fiebre del amor se esfumó el día que nos enteramos que ella, mi musa infantil, estaba enamorada de uno de los chicos estudiosos del salón, el clásico alumno que todo lo hace bien, el más pulcro, el educado y más carismático de todos. A todos los muchachos les dio igual, pero a mí no. No recuerdo el pretexto, pero encontré algún motivo y le rompí la boca. Ya sabes, amable lector, era el peleador. Solo recuerdo la mirada hosca de mi amor platónico, sus gestos censurando mi acción. No me volvió a hablar más. 

Terminó el año, inició otro y dejé de leer historias de amor. 

La chica nueva cambió de colegio y la olvidé.

Me aficioné a leer libros sobre la segunda guerra mundial, historias de guerrilleros como el Che, Mao y la revolución rusa, los guerrilleros yugoslavos, Vietnam y mucha historia. 

Descubrí a Vallejo, a Scorza, a Neruda, a Vargas Llosa. He recitado poemas de Benedetti, los míos propios en alguna plaza y calle, me encontré con Ken Follet,  con Miguel Rubio...conocí otras tierras, regresé, y publiqué mi primer poemario.

Cada uno hizo su vida. 

Ayer, después de muchos años, nos encontramos en una reunión. 

Me saludó con la misma sonrisa que recuerdo.

Pero esta vez, no tuve miedo y no guardé silencio.